Hace unos días terminé de leer el libro Mi Vida del crítico alemán de origen polaco y judío, Marcel Reich-Ranicki, un hombre notorio en Alemania, donde vive sus noventa y dos años. Hago constar su condición judía porque MRR sufrió mucho a consecuencia de ello en su país adoptivo durante los tiempos en los que el nazismo gobernó e hizo lo posible por destruir Alemania y buena parte de Europa. Y esa condición marcó su desarrollo personal e intelectual hasta convertirlo en una especie de vigilante celoso, participante calificado, del contencioso que los judíos necesariamente tienen con el universo cultural alemán.
MRR dice haber decidido desde muy joven convertirse en crítico literario, con lo cual en cierto modo coloca a la crítica como una especialidad, una profesión, un oficio que se abraza como cualquier otro y cuya finalidad es la de hacer juicios de valor sobre la literatura, señalar lo meritorio o lo menos logrado, ensalzar lo que se considera herencia cultural básica, desmontar prestigios y afirmar otros, y así por el estilo, destacando algo sobre lo cual MRR no ahorra palabras: la importancia del arte literario, la gloria, podríamos decir, de la literatura.
Y al hacer esta observación tenemos en mente los prejuicios de los creadores sobre los críticos, que ven en ellos unos diletantes un poco indeseables que se pavonean juzgando aquí y allá de manera superficial y desorientadora. Bien conocido es el aforismo de Nietzsche que otras veces he citado:
Los críticos ven el arte de cerca sin llegar nunca a tocarlo
Esta es una frase que deja muy clara una visión despreciativa fundada, precisamente, en esa condición diletante que le impediría al crítico profundizar, penetrar más allá de las apariencias.
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